Subí al colectivo y me acomodé en un lugar, como hacen todos: buscan un huequito entre todos los que viajan de pie, y se agarran de algún caño, respaldo de asiento u otro lugar, eligiendo el que menos manos tenga.
Un hombre que iba cómodamente sentado enganchó sus ojos con los mios y sonriendo se levantó de su sitio. Sin poder terminar de entender el motivo de su sonrisa, me senté en su anterior lugar y él rápidamente abandonó el colectivo. Tiempo después, este llegó a plaza once donde hubo un descenso importante de gente y un reacomodo de pasajeros en la parte de atrás, repleta de asientos. De este, yo siempre participo, pero en esta ocasión no lo hice.
Cuando volví a recorrer aquel colectivo con la vista, éramos pocos los que quedamos, lo cual significaba que la parada en la cual me tenía que bajar, se aproximaba. Mi cabeza había sujetado la imagen del muchacho sonriendome, por el simple hecho de que uno no acostumbra a hacerlo cotidianamente, al igual que saludar, algo que me entristece bastante.
viernes, 21 de marzo de 2008
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